Por: Francisco Letelier Troncoso, Javiera Cubillos Almendra y Verónica Tapia Barría
Publicado: 6.04.2021
Es evidente que no todos los hogares tienen la misma capacidad de realizar cuarentenas domiciliarias, ya sea por problemas de subsistencia cotidiana, hacinamiento, sobrecarga laboral por trabajo telemático y escolarización a distancia, situaciones de violencia, etc. En los hechos, el confinamiento no ha podido sino ser comunitario. Es en el pasaje, la calle o el barrio, donde las personas inventan formas de ganarse la vida y donde encuentran un respaldo emocional.
En marzo del 2020, la municipalidad de Valparaíso propuso el modelo de “confinamientos comunitarios”. Este modelo reconocía que las personas se necesitan mutuamente para satisfacer sus necesidades y que el aislamiento total es imposible.
La propuesta no fue valorada por las autoridades a nivel nacional. En su lugar, impusieron un modelo en base a cuarentenas dinámicas: centralizado y sustentado exclusivamente en la responsabilidad individual. Esto pese a que existe evidencia respecto de los impactos negativos del aislamiento estricto dentro de los hogares desde el punto de la salud mental, pero también por el debilitamiento o sencillamente el quiebre de las redes de colaboración cotidianas que en gran parte de los hogares hace posible vivir o incluso sobrevivir. Es evidente que no todos los hogares tienen la misma capacidad de realizar cuarentenas domiciliarias, ya sea por problemas de subsistencia cotidiana, hacinamiento, sobrecarga laboral al articular empleo y escolarización a distancia, situaciones de violencia, entre otros muchos aspectos.
Junto con ello, es bastante conocido, pero muchas veces minimizado, que en momentos de crisis las comunidades territoriales despliegan una amplia capacidad de autocuidado: de mantenerse informadas, apoyarse ante sucesos específicos y autoeducarse. Y no sólo cuando las crisis son evidentes. Prácticas sostenidas de ayuda mutua y colaboración en la esfera comunitaria son las que emergieron –y no sencillamente “aparecieron”– durante la revuelta del 18 de octubre, manteniéndose hasta el día de hoy, no obstante la pandemia.
A pesar de ello, nuevamente somos testigos de cómo el Estado chileno ha menospreciado la esfera comunitaria. No ha existido ni una sola política pública orientada a fortalecer el papel de las organizaciones formales e informales en la pandemia. La única iniciativa que el presidente Piñera comprometió en su cuenta pública de mayo del 2020 fue un fondo de US$ 20 millones para organizaciones de la sociedad civil, del cual casi no sabemos nada.
Para quienes recordamos el proceso de reconstrucción posterior al terremoto del 2010, ésta es una historia que se repite: en los discursos y declaraciones de las autoridades, la esfera comunitaria es reconocida como fundamental, pero en la práctica es desechada. Al menos en el caso de la región del Maule, las propuestas que se levantaron en aquella época desde la sociedad civil y las comunidades, que atendían aspectos que involucraban no sólo la vivienda, sino también la reconstrucción de barrios y del tejido social comunitario, fueron desestimadas.
En los hechos, las cuarentenas se viven en la proximidad, la misma que resulta invisible para las políticas públicas. En el pasaje, la calle o el barrio, las personas inventan formas de ganarse la vida, y sus vecinos y vecinas son sus clientes principales. Aquí las personas salen a dar una vuelta, se distraen y se saludan, lo que resulta gratificante y saludable. Está el almacén donde se encuentran. Aquí se organizan ayudas para vecinas/os con problemas. Las personas más jóvenes ayudan a las mayores a entender el complejo entramado de las políticas públicas y el laberinto de “los permisos”. Las/os niñas/os pueden tener un respiro en la plaza, el parque o directamente la calle. En fin, la proximidad ayuda a vivir o sobrevivir mejor la cuarentena, sobre todo cuando los espacios residenciales son precarios, especialmente por condiciones de hacinamiento y habitabilidad. Es seguro que este conjunto de sencillas actividades cotidianas, realizadas bajo las medidas de seguridad sanitaria, no son la fuente de contagios que hoy nos tiene donde estamos.
Quiérase o no, el confinamiento de la inmensa mayoría de chilenas y chilenos ha sido comunitario, y se ha debido sobrellevar sin una política pública que visibilice tal situación y la fortalezca como tal; soportándolo con los recursos que la propia esfera local tiene, lo que en muchos casos equivale a decir que la cuarentena se ha vivido en condiciones sociales y urbanas insuficientes. El Estado obliga “desde arriba” a confinarse individualmente, asignando la responsabilidad y consecuente castigo por los contagios a las personas, personas que en su mayoría no cuentan con los recursos para poder sobrevivir y a la vez cumplir las restricciones exigidas. Así, las comunidades subvencionan con su vida diaria el rol ausente y al mismo tiempo impertinente –y muchas veces obstaculizador— del Estado.
Las comunidades sostienen en sus hombros buena parte de la salud física, emocional y mental; nos abrigan, alimentan y alegran ahí donde no existen programas ni políticas. Son las comunidades las que nos siguen sustentando y cuidando para que sobrevivamos a la pandemia, pero no sólo al virus, sino también a los efectos sociales de la enfermedad, que hacen que esta crisis no sólo sea sanitaria, sino que multidimensional.
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