Lo comunitario como alternativa.

La trampa del día del dirigente social y comunitario

Por: Francisco Letelier, sociólogo. CEUT-Universidad Católica del Maule
Patricia Boyco, antropóloga. SUR Corporación de Estudios Sociales y Educación
Publicado: 11.08.2019

En Chile, cada 7 de agosto se celebra el Día del Dirigente Social y Comunitario. Para conmemorarlo usualmente se ofrecen desayunos, almuerzos y cenas. Se hacen discursos halagadores en los que se reivindica el aporte que estos ciudadanos y ciudadanas hacen al desarrollo del país. Se promete más participación y se anuncian medidas para mejorar las condiciones en que desempeñan su labor.

Todo esto está bien. Es sano que una sociedad reconozca el esfuerzo de personas que, de manera desinteresada, dedican parte de su tiempo al desarrollo de sus comunidades. Hemos trabajado con organizaciones comunitarias desde hace mucho tiempo. Conocemos las esperanzas y angustias, grandezas y limitaciones de este ejercicio cívico tan valioso y creemos que es justo reconocerlo.

Sin embargo, la celebración del Día del Dirigente esconde algunas trampas que nos parece bueno tener en cuenta. En primer lugar, hay una trampa de género. El día ‘del dirigente’ social no ayuda en nada a reconocer el hecho de que la mayoría de los liderazgos sociales y territoriales son de mujeres. Lo mismo ocurre con la denominación “Junta de Vecinos” (y no de vecinos y vecinas). Segundo, está la trampa de la institucionalización. Al estar las celebraciones monopolizadas por los gobiernos, tienden a producir una imagen de apropiación gubernamental de la labor dirigencial, como si esta fuera más parte del engranaje de las propias administraciones que de la acción territorial de base. Esto es problemático, porque en general los gobiernos no reconocen la acción del dirigente social en tanto crítica y autónoma, capaz de discutir u oponerse a las decisiones de la autoridad. Más bien, la aprecian en tanto ayuda a optimizar el trabajo de gobierno: distribuyendo (y “bajando”) información, colaborando con la implementación de las políticas públicas y, a veces, tristemente, “haciendo número” en una reunión. Tercero, la trampa del personalismo. Al centrarse las celebraciones en la figura de quienes ejercen la dirigencia, se invisibilizan los esfuerzos colectivos, que son los que dan sentido a la existencia de la organización. Es cierto que en muchos casos son solo dos o tres personas las que hacen la mayor parte del trabajo, pero en otros —la mayoría—, son muchas las personas que, de diversas maneras, algunas poco reconocidas, contribuyen a que las organizaciones subsistan. A su vez, el personalismo dificulta el reconocimiento de prácticas asociativas de nuevo tipo, muy propias de los jóvenes, donde los liderazgos son más transversales y horizontales y menos centrados en una figura específica. Cuarto, la trampa del clientelismo. Centrar la atención en “el dirigente” esconde una estrategia de marketing, que a veces no es transparente. Las personas que lideran las organizaciones tienen, como todos, un ego que busca ser atendido. Los almuerzos, cenas y viajes a la playa con que se celebra su día juegan con esa necesidad de reconocimiento y buscan producir un vínculo emocional que nada tiene que ver con el respeto y la dignidad que se merece su labor. Finalmente, está la trampa de la simulación. Como todo día celebrado, tiene el problema de que el resto del año no nos acordamos de las organizaciones sociales. Hay decenas de iniciativas que han buscado fortalecer la participación ciudadana y que no han prosperado por la responsabilidad de muchos quienes gustan de agasajar a quienes las lideran. Un día de atención puede convertirse en una simulación, haciéndonos creer que estamos haciendo lo suficiente, cuando en realidad nos hacemos menos conscientes del enorme déficit en materia de participación ciudadana y fortalecimiento de la sociedad civil que tiene nuestro país.

Estas ‘trampas’ llevan a pensar en lo contradictorio que es el hecho de que el Día del Dirigente Social, 7 de agosto, se haya inspirado en la fecha en que se publicó la Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias de 1968, durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva. Una ley que no solo reconoció jurídicamente el esfuerzo organizativo de las comunidades, sino que les dio poder y promovió su articulación en distintos niveles. Es contradictorio no solo por las “trampas” a las que hemos hecho referencia, sino y sobre todo porque su celebración se viene realizando en un contexto de profunda precariedad del poder vecinal.

¿Qué hacer? Partamos cambiando el Día del Dirigente por la Semana de la Organización Social y Comunitaria. Luego, reemplacemos desayunos, almuerzos y cenas por programas formativos de calidad y permanentes, por campañas de fomento del trabajo asociativo, por iniciativas de recuperación de memoria colectiva, por acciones de visibilización de buenas prácticas y espacios de encuentro entre líderes y organizaciones vecinales de distintos ámbitos y territorios. Hagamos de la Semana de la Organización Social y Comunitaria un momento en que la sociedad entera celebra su capacidad de organización y, al mismo tiempo, reflexiona sobre su importancia, sus déficit y cómo esa capacidad puede acrecentarse. La mejor forma de conmemorar el hito que dio origen al 7 de agosto, la ley de 1968, es promover y fortalecer la organización social y comunitaria. En esa dirección, la propuesta que modifica la Ley Nº 19.418 sobre Juntas de Vecinos y demás Organizaciones Comunitarias, que fue patrocinada por parlamentarios de distintas bancadas, nos parece una iniciativa que hay que apoyar.

Queremos ser muy claros en que no se trata de negar el enorme aporte que hacen dirigentes y dirigentas, ni de desconocer que cada uno de ellos quiere ver fortalecida la organización social. Al contrario, se trata de poner en valor aquello que inspira su acción: el esfuerzo colectivo, la búsqueda del bien común, la autonomía respecto del Estado, la capacidad de organización. Un almuerzo más, un almuerzo menos, no es el problema.

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